
Empieza a salir el sol por el horizonte, desperezándose después del sueño nocturno, y yo, sentada sobre una roca, he venido a saludarlo y a darle las gracias por el nuevo día.
Mi vista se balancea al mismo ritmo que las olas del mar, que han tomado el color medio naranja, medio dorado que les ha prestado el sol.
Y mi alma se llena, al ver amanecer el día, en el pueblo de pescadores. Recorro con mi vista lentamente el conjunto de las blancas casas, y la pequeña torre con el campanario, que nos saluda cada hora.
Casas que van cayendo cadenciosamente hacia el mar. Hacia esa playita dónde las barcas bailan y las redes esperan ser cosidas por ese viejo pescador que, con su barretina, sus espardeñas y su pipa, camina hacia la playa, después de haber tomado su carajillo en la taberna de pescadores, y haya dicho un : Bon día tingui, senyor Tomeu!
Y yo miro sus pasos lentos, que van a encontrarse con la mar que ha sido su vida, con las barcas donde ha vivido mil noches con y sin luna, y con esas redes que le esperan para que como cada día, les diga que las ama y las acaricie.
¡Toda la vida entre ellas!
Me siento parte de ese paisaje. Sé que pertenezco a él y descubrí ese amor hace tiempo, por eso me confundo con sus casas y con ese mar Mediterráneo en el que nací a tantos kilómetros de distancia, y al que reencontré cuando formé mi hogar.
Benditas tierras y aguas las que me acunaron y las que me recibieron.
Dulces pueblos marineros de la Costa Brava catalana, que al ponerse el sol, cantan al mar por habaneras.
Malena